Valentina se despertó aquel día cerca de las tres de la tarde y lo
primero que hizo fue buscar un doble check azul en su whatsapp, que por
supuesto, no encontró. Dejó el móvil sobre la mesilla y entre lágrimas se
acurrucó de nuevo en la cama. No tenía fuerzas para levantarse aquel día. Fuera
estaba gris, apenas entraba luz aquella tarde por la ventana, y en cualquier
momento, rompería a llover. Fuera, porque dentro ya llovía. Era consciente de
que se precipitó tomando algunas decisiones, y justo cuando decidió demostrar
que estaba arrepentida, no obtenía respuestas. Dolía. Pero dolía para Valentina
y para Víctor, aunque ella desconocedora de la realidad y ajena a todo en su
nido aún no lo supiera.
Víctor, cansado de dar vueltas con el coche sin rumbo fijo, aparcó y bajó. Se dirigió a aquel lugar en el que tanto les gustaba sentarse: la
Plaza de España. Allí, sentado en unas
escaleras cualquieras con unas vistas que, cuanto menos tranquilizaban,
pensando en qué, cómo, y cuándo responder a aquel “te echo de menos”, recibió
otro mensaje.
“Discúlpame. Se que llego tarde. Perdón por molestarte”.
De nuevo, Valentina. De nuevo esa sensación, ese dolor, ese pinchazo,
que solo podía provocar ella. Era única, y lo era hasta para eso.
Tras mandar este segundo y último mensaje (o eso pensó ella, que sería
el último), Valentina se armó de fuerza, se dirigió al baño y optó por darse
una buena ducha, y ponerse guapa. Pensó que así se sentiría un poco mejor. Los
labios rojos en días grises lucían más. De fondo sonaba la lista de Spotify de
Maldita Nerea. Maldita la obsesión que tenía con aquel grupo.
Mientras, Víctor no hacía más que recordar todos aquellos momentos
vividos junto a ella, cada paseo por aquel lugar, cada rincón del Parque María
Luisa que se empeñaron en hacer suyos, aquel primer beso mientras remaban en
las barquitas de Plaza España. En su cabeza resonaba aquella risa escandalosa y
característica de Valentina. Si algo hizo bien Víctor fue eso, hacer que a
Valentina le salieran arrugas de tanto reírse.
Y fue entonces cuando Víctor reaccionó. Con una sonrisa agridulce en su
rostro, sacó el móvil del bolsillo y escribió:
“No es que llegues tarde. Es que nunca te fuiste Valentina. Pero dueles,
dueles mucho. Te espero donde siempre. No llegues tarde.”
Y esa última frase fue con segundas, por supuesto.
Valentina salió de la ducha lo más rápido que pudo tras escuchar el pitido
de su teléfono móvil. Y si no se tropezó diez veces desde la ducha hasta
alcanzar su móvil, no lo hizo ninguna. Sí, su torpeza también la hacía única.
Cuando leyó aquel mensaje dejó de respirar al menos diez segundos. Las
piernas le empezaron a flaquear, y entonces fue consciente de lo mucho que
Víctor significó, significaba y seguramente, significaría.
En menos de 25 minutos, Valentina se vistió con un pantalón pitillo
negro, un jersey gris oscuro, sus Nike grises y su mochila estampada, como no
de Bimba y Lola. Sus labios lucían rojos, un poco de color para un día tan
gris, un poco de Rimmel en sus pestañas, melena suelta cubriendo su espalda y
lista para salir de casa en busca de Víctor. Siete minutos, ni más ni menos, fue
lo que tardó Valentina en coger el metro en la puerta de casa, bajar en la
parada siguiente, y llegar a aquel lugar. Sabía bien donde buscarlo, en aquellas
escaleras, justo en aquellas.
Efectivamente, tal y como ella imaginó. Allí estaba, Víctor con sus cascos
puestos ajeno a su alrededor, sentado en las escaleras, con los codos sobre sus
rodillas y las manos sujetándole la cabeza, que no paraba de dar vueltas desde
que se levantó, y no por la resaca que tenía aquel domingo precisamente.
Valentina ya podía verlo desde lejos y no exageraría si dijera que le
temblaban desde los pies, hasta las pestañas. Cuando fue a dirigirse hacia
Víctor, tras dos meses sin saber nada de él, la sorprendieron los recuerdos,
que se tradujeron en lágrimas que inundaron sus mofletes de forma irremediable…
Dos pasos más y los dos estarían más cerca y más perdidos que nunca.
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