Una cabellera
negra, larga, voluminosa, completamente lacia recaía sobre su espalda,
cubriéndola casi en su totalidad. Los primeros rayos del sol se reflejaban en
su blanca y fina piel. Qué bonitos eran los amaneceres desde la cama, mientras
ella estaba acurrucada en su hamaca, su rincón favorito.
Le
hacía ser capaz de enamorarse cada mañana, y lo hacía de una forma especial.
Cada día al alba lo esperaba sobre la hamaca, haciéndose la dormida, para que
cuando abriera los ojos corriera a despertarla con el asalto de cosquillas
diario. Después, tranquilamente, solían tomar un desayuno al sol, hablaban,
reían, seguían soñando, pero despiertos.
Un día gris,
todo terminó, por haber omitido aquel ataque de cosquillas diario, por haber
dejado de desayunar al sol cada mañana, por haber dejado de hacerla reír, por
haber dejado de soñar. Y entonces, percibió que sin ella nada tenía sentido.
Seguía necesitando verla allí cada mañana, seguía necesitando que los rayos lo deslumbraran
al reflejarse en su pálida piel, seguía necesitando que ella llenara su rincón
favorito. Sin embargo, era demasiado tarde.
Desde
entonces, vivió del recuerdo. Cada mañana, cuando comenzaba a clarear, se
frotaba los ojos, y allí estaba ella, tumbada en la hamaca, acurrucada en su
rincón favorito. No obstante, aquello solo duraba hasta que él decidía
aproximarse a hacerle cosquillas, entonces todo se esfumaba. Recuerdos, simples
recuerdos.
Resultó ser
que esa frase tan típica “nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes” es
completamente cierta. Y de ahí esta otra: “durará tanto como lo cuides y lo
cuidarás tanto como lo quieras”.
Por lo tanto, quiere, pero quiere de verdad;
sueña sin miedo a despertar.
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