Viajé a Andorra,
y conocí el verdadero frío.
y conocí el verdadero frío.
Viajé una primavera a hablar francés en Toulouse,
a Ginebra a comprobar eso que decían del delicioso chocolate suizo,
y a Barcelona para culminar.
a Ginebra a comprobar eso que decían del delicioso chocolate suizo,
y a Barcelona para culminar.
Viajé a Venecia –en dos ocasiones –,
en la primera me enamoré,
en la segunda cumplí la promesa de que volvería.
en la primera me enamoré,
en la segunda cumplí la promesa de que volvería.
Viajé a Pisa, Florencia y Roma,
dos palabras: che belleza!
dos palabras: che belleza!
Viajé a Madrid,
allí conocí la ciudad donde no me gustaría vivir.
allí conocí la ciudad donde no me gustaría vivir.
Viajé a Toledo,
allí helaba, pero me encontraba embelesada ante sus encantos.
allí helaba, pero me encontraba embelesada ante sus encantos.
Viajé a Sevilla – donde me quedé –
y aproveché para disfrutar del Algarve portugués, Córdoba, Málaga…
y aproveché para disfrutar del Algarve portugués, Córdoba, Málaga…
Y tras todos estos destinos, y algunos más,
vi que no había viaje comparable a aquel que hice de tu mano.
vi que no había viaje comparable a aquel que hice de tu mano.
Aquel que duró horas, días, meses incontables,
aquel único e inigualable viaje,
aquel que terminó con el aterrizaje más triste:
soltarte.
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